Madrid, 22 may (dpa) – No hay un camino único para triunfar en un banquillo y eso lo saben bien Zinedine Zidane y Jürgen Klopp, dos entrenadores de personalidades divergentes pero unidos por una misma cualidad: el gen ganador.
Ambos se medirán el sábado en la final de la Liga de Campeones entre Real Madrid y Liverpool, un partido que promete ser espectacular por la naturaleza ofensiva de dos equipos con técnicos que afrontan la valentía desde diferentes prismas.
Históricamente, al Real Madrid siempre le fue mejor con técnicos de perfil bajo antes que con entrenadores «intervencionistas». No parece casual que sus cuatro últimos campeones de Europa respondan a una similar forma de entender la vida y el juego: Jupp Heynckes (1998), Vicente del Bosque (2000 y 2002), Carlo Ancelotti (2014) y el propio Zidane (2016 y 2017).
En cambio, al club blanco le fue peor con técnicos como José Mourinho o Rafa Benítez, por citar ejemplos recientes, entrenadores que no cuajaron en un vestuario que históricamente no suele soportar el gobierno con golpes de autoridad.
Zidane, de 45 años, es puro «glamour», por supuesto. Pero más por historia que por personalidad. Su ego está muy alejado de sus conquistas. Ante prensa y vestuario, impone autoridad por lo que fue, y con eso le basta. Y fuera del banquillo no puede ser más discreto. «El mérito es de los jugadores», suele decir. Justo las palabras que tanto satisfacen el ego de sus jugadores y que tantos problemas le evitan.
De su vida privada, poco o nada se sabe. Apenas se le ve fuera de su entorno familiar, cambia su número de teléfono cada seis meses, intenta no pagar con tarjeta de crédito, rara vez firma balones y camisetas, utiliza a sus hermanos como guardaespaldas… Un custodio casi enfermizo del derecho a la privacidad. Probablemente por su extrema timidez, algo que contrasta con la seguridad con la que se maneja en las ruedas de prensa, donde es un verdadero maestro por la claridad y sosiego con la que transmite sus mensajes.
Klopp es lo opuesto al francés, igual que la forma que tiene el Liverpool de entender cuál es su entrenador ideal en comparación con el Real Madrid. Benítez es historia en el club inglés, con el que ganó una histórica Liga de Campeones en 2005, pero duró apenas cuatro meses en el Real Madrid antes de que le sucediera precisamente Zidane en enero de 2015.
El entrenador alemán, cinco años mayor que Zidane, es la estrella del Liverpool. Antes incluso que el acreditado goleador egipcio Mohammed Salah. Al menos para su afición. «We trust in Klopp» (Creemos en Klopp) reza el mensaje de la bufanda más vendida entre sus hinchas.
No sorprendió lo ocurrido en Roma tras lograr el pase a la final de la Liga de Campeones. Diez minutos después de concluir el partido, y con el césped vacío de jugadores, Klopp saltó al campo y se dirigió hacia sus enfervorizados hinchas para darse un baño de masas. La locura.
Coqueto como pocos -muestra buena melena tras hacerse un poderoso injerto de cabello y una cautivadora sonrisa con blanqueo luminoso de dentadura-, él es el indiscutible arquitecto de este sorprendente Liverpool, un equipo cuya suma de individualidades queda por debajo del valor real del conjunto, que es enorme.
Klopp es capaz de convertir las ruedas de prensa en un «show». Nunca parece verse afectado por la presión en la víspera de un gran duelo. Al contrario. Está en su elemento. Y los partidos los vive como un hincha más. Tanto las frustraciones como los logros. Es puro nervio.
«Hay muchos entrenadores que están al borde del terreno de juego y llevan un traje, una corbata, sufren… Yo no», dijo en una ocasión.
Toda su espontaneidad la traslada a su vida cotidiana. Por ejemplo, visita con su deslumbrante sonrisa a niños enfermos o convive durante unas horas con personas de escasos recursos. Incluso se deja disfrazar por los pequeños con tal de verlos felices. Sin atisbo alguno de timidez.
Zidane y Klopp son verdaderos ídolos, dos entrenadores idolatrados con dos formas de ser absolutamente divergentes. Y ganadores, aunque sólo uno podrá levantar el sábado la Copa de Europa. Seguramente el francés lo haría en el vestuario y el alemán la alzaría sobre el propio campo.
Por Alberto Bravo (dpa)