(dpa) – ¡Sé valiente! ¡Piérdete y déjate llevar por el laberinto de los callejones, sigue tu curiosidad, tus instintos y los olores! Ese es el enfoque correcto para recorrer Tánger.
El corazón de la ciudad vieja late entre la Kasbah, la ciudadela fortificada ubicada en la zona alta, y la Medina, en la parte baja. Allí las casas están apiladas como cubos asimétricos, una encima de la otra, las cuerdas para la ropa se extienden entre reja y reja, las buganvillas coronan las fachadas y los gatos duermen en los bancos.
Algunas paredes están cubiertas con colores del turquesa al amarillo, mientras el sol se refleja en otras pintadas con cal. La ciudad costera marroquí es un fiesta para los todos sentidos.
De repente, en un callejón sin salida, nos topamos con la tumba del explorador y aventurero Ibn Battuta, también conocido como el «Marco Polo de Marruecos», que vivió a mediados del siglo XIV.
La entrada a la tumba está cerrada, pero súbitamente se abre una puerta y estamos frente a un hombre ciego. El anciano permite que echemos una mirada a la habitación, pero exige una propina.
Uno de los hijos menos conocidos de Tánger se llama Aziz Begdouri. En la Kasbah, este marroquí de 50 años ha cumplido el sueño de tener su propio hotel boutique.
«Aquí vivimos entre dos mundos», comenta sobre su ciudad natal, que está situada en el norte de África, en la frontera con Europa, allí donde se unen el océano Atlántico y el Mediterráneo.
Eso explica su ubicación estratégica, su larga historia como puerto y base comercial y sus permanentes cambios de liderazgos.
«Es un crisol, una mezcla de gente, culturas, arquitectura y trasfondos religiosos», repite Begdouri una y otra vez. El hotelero nos recuerda que en Tánger pintó Henri Matisse y vivió Barbara Hutton, heredera de grandes almacenes y en algún momento la mujer más rica del mundo.
La ciudad marroquí era tradicionalmente cosmopolita y liberal, y por eso también un lugar apreciado por escritores homosexuales como Tennessee Williams, William S. Burroughs y Truman Capote.
El hotelero alemán Jürgen Leinen también se siente atraído por esta ciudad y no solo gracias a su esposa marroquí, Farida. Con una sonrisa nos habla de una enfermedad que se llama «tangeritis».
«Contraes esta enfermedad cuando te dejas encantar por la magia de Tánger. ¡Pero cuidado! Una vez que te infectas con el virus no puedes dejar de seguir viniendo», concluye.
El alemán cuenta que su vida aquí es tranquila y relajada, aunque jóvenes locales no opinan del mismo modo.
Yahya Radi y sus amigos Outmane Rammach y Salaheddine Gritit, estudiantes y músicos aficionados de unos veinte años, se reúnen a menudo en la terraza de un café a los pies de la Medina. Luego beben té de menta y fuman mientras reflexionan sobre la vida.
«Todos los marroquíes quieren ir a Europa», comenta Yahya, señalando con su brazo en la dirección en la que emergen los contornos de la costa sur de España.
«Por supuesto que quiero ir allí también», adhiere Salaheddine. «Pero no nadando o escondiéndome en un barco, sino legalmente», aclara.
Los amigos encuentran diversión y refugio en la música. Quieren formar una banda y componer juntos canciones en inglés. «Vamos a crear nuestro propio mundo», señala Outmane y subraya que lo harán sin mala energía y solo con buenas vibraciones.
Sobre todo los visitantes extranjeros siempre fueron muy expresivos en sus descripciones sobre Tánger. El escritor estadounidense Paul Bowles (1910-1999) «amaba» esta ciudad, donde pasó muchos años de su vida. El pintor francés Eugène Delacroix (1798-1863) contaba que mientras recorría Tánger se sentía como alguien que «sueña y ve cosas y tiene miedo de que se le escapen».
Lo que fascina es el flujo constante de imágenes cotidianas muy coloridas: bazares al aire libre, vendedores ambulantes con huevos, tijeras, peines, teteras, alimento para pollos y zapatos usados. Huele a menta, a especias y a cuero. Al mismo tiempo, una motocicleta con un carrito se abre paso por la calle estrecha.
La historia de Tánger se respira en el primer edificio diplomático que Estados Unidos tuvo en el extranjero, convertido ahora en museo y centro de estudios, y en el complejo palaciego Dar el Mahkzen, la residencia principal y oficial del rey de Marruecos, que aún conserva sus techos de madera de cedro, los patios y los arabescos de estuco.
En tanto, los paseos en la playa, el puerto para deportes acuáticos y el cine restaurado en la plaza del Gran Zocco catapultan a los visitantes al presente.
Al final del recorrido, el visitante regresa al casco antiguo de Tánger, al hotel de Aziz Begdouri. «Cuando me despierto, miro el mar y el Estrecho de Gibraltar. Me da fuerza, energía, vida», dice una vez más.
Por Andreas Drouve (dpa)