Repito el honor que me concedieron el año pasado, cuando también tuve el privilegio de inaugurar un encuentro entre los consejos sociales de las universidades y el Tribunal de Cuentas. De nuevo, quiero que mis primeras palabras sean de bienvenida y de agradecimiento.
Algunos de ustedes me escucharon hace pocas semanas, cuando celebraron unas jornadas sobre la responsabilidad económico contable de los órganos colegiados y, en especial, de los consejos sociales de las universidades. Les pido disculpas de antemano porque será casi inevitable que algunas de mis reflexiones les lleven a caminos trillados, a palabras frecuentadas y juicios socorridos en este tipo de actos.
Precisamente para aliviar esa cacofonía discursiva me arriesgaré a salirme un tanto del carril, aunque apenas sean unos minutos. Estarán ustedes al tanto del resurgir de las opiniones críticas con la democracia. Matizo: con las decisiones de la democracia que tiene como rasgo característico la celebración periódica de elecciones con sufragio universal. Si nos ponemos exquisitos, el reproche no es nuevo. Por ir al ejemplo más clásico, Platón ya alertaba de que el gobierno de la nave –del Estado- debería corresponder al mejor piloto, y no a quienes más disputasen el control del barco. Sin cambiar de autor, también advertía que los sofistas estaban para satisfacer al pueblo: su pericia y su éxito se basaban en decir a la gente lo que quería escuchar, con independencia de la bondad del juicio o de cuáles fuesen las consecuencias. A propósito, una práctica que sigue dando buenos resultados.
Por lo tanto, realmente no hay nada nuevo bajo el sol. Todas esas prevenciones sobre la capacidad de la democracia y las elecciones para elegir a los mejores y decidir también lo mejor para la ciudadanía son bastante clásicas. La pregunta es por qué ahora vuelven a coger fuelle. Una de las explicaciones –quizá la que primero viene a la cabeza- tiene que ver con la continua apelación a los plebiscitos, más o menos disfrazados, como forma de legitimación y especialmente con los resultados de referéndums y elecciones recientes, del brexit en adelante. Pensamos que tanto en uno como en otro caso han ganado las opciones equivocadas. Incluso creemos que se puede demostrar la menguada valía y nula solidez de algunas propuestas vencedoras.
Ahora bien, ese razonamiento asoma un punto aristocrático, exhibe una arrogancia intelectual que no es muy recomendable. ¿Por qué nos consideramos poseedores de la verdad, del criterio más acertado? Personalmente, prefiero no fijarme tanto en los resultados en sí, discutibles sin duda, como en las circunstancias que los favorecen y hacen probables. Por ejemplo, es un hecho que los políticos vivimos sometidos a una urgencia mediática continua. Ese apremio conlleva que antes de tomar cualquier decisión se sopese su impacto público. Si el tiempo entre elecciones se reduce –es decir, si cada año o cada dos toca pasar por las urnas- el condicionamiento se acrecienta. Se puede expresar igual que una ley física: el cortoplacismo es inversamente proporcional a la distancia entre comicios. Dirán: pues no se dejen ustedes influir por los medios de comunicación, absténganse de navegar por las redes y otros mares digitales poblados de sargazos, piensen a largo plazo. De acuerdo, completamente de acuerdo. Pero si hacemos eso, entonces nos reprochan que nos aislemos, dicen que carecemos de iniciativa o de pulso político, porque hoy lo que no se exhibe apenas se valora. Asumamos la realidad: las democracias occidentales son, todas, democracias de partidos, pero también democracias mediáticas, con todas sus consecuencias para lo bueno y lo malo, y entre ellas se incluye la tiranía de la inmediatez.
Pensemos también en la gestión de las expectativas. La democracia tiene que ver con derechos y obligaciones, con libertades, con los consabidos pesos y contrapesos, pero también con la capacidad para procurar el bien común, con el deseo de la ciudadanía de vivir dignamente y aspirar a un futuro mejor. Llego a un punto donde tal vez hemos insistido poco. La democracia que no resuelve bien los problemas se resiente, aunque su arquitectura formal sea impecable. Por eso reitero a menudo –y, ciertamente, sin que se tome mucho en cuenta- que la buena gestión es un requisito ineludible para fortalecer la democracia. Si se tratase sólo de ganar elecciones a fuerza de palabras, sin pararse en las repercusiones de las decisiones que se tomen, los sofistas se las llevarían de calle: qué cosa más reconfortante es escuchar sólo lo que nos complace. Por eso cuesta cambiar el dial del transistor, como bien saben los organizadores de tertulias radiofónicas.
Claro que cabe debatir qué es buena gestión. Supongo que podemos consensuar algunos criterios básicos. Por ejemplo, el empobrecimiento generalizado y prolongado tiene poco que ver con el acierto gestor. Con un paso más allá se me entenderá: el aumento de la desigualdad es un corrosivo para el buen funcionamiento de la democracia. Si me apuran, sólo conozco otro ácido de igual potencia: la corrupción y el mal manejo de los fondos públicos. De paso, acabo de exponer otro criterio básico: hay que respetar el ordenamiento jurídico, pero también buscar la eficacia y la eficiencia en el aprovechamiento de los recursos. Lo digo con un lenguaje que conocen bien: con superar la auditoría de legalidad no es suficiente; también hay que salir bien librados de la auditoría operativa, de la economía, eficacia y eficiencia en el uso del dinero público.
Ese planteamiento, y aquí vuelvo al asunto de estas jornadas, incumbe a todas las instituciones. Tenemos que elevar el nivel de autoexigencia en las administraciones, en los entes y organismos públicos, incluidas las universidades y los órganos de control externo. Aquí que nadie se sienta libre de responsabilidad. El buen uso de los recursos nos concierne a todos.
Entiendo que ustedes están reunidos precisamente para avanzar hacia ese objetivo. El citadísimo informe sobre las universidades que emitió el Tribunal de Cuentas en 2015 urgía a que extremasen sus controles internos para asegurar la gestión responsable y eficiente de los fondos que reciben. En ese fin asignaba un papel decisivo a los consejos sociales.
Recupero una consideración que empleé recientemente. La particular factura de los consejos sociales los convierte en los órganos adecuados para el control, la supervisión y la fiscalización del hacer universitario, sin perjuicio de la labor que corresponde ex post al control externo. Formados por personas socialmente relevantes de cada comunidad autónoma, y libres de las ataduras de la gestión diaria, tienen la distancia justa para tomar decisiones difíciles con objetividad y sosiego. Háganlo sin ataduras.
A esa capacidad apelo. En febrero examinaron su propia responsabilidad en el ejercicio de sus funciones. Era un primer paso lógico: sólo quien conoce bien sus propios deberes puede luego sensatamente exigírselos a los demás. Ahora toca que puedan conocer de primera mano la contribución de los órganos de control externo a la mejora de la gestión económico financiera del sistema universitario público, así como el alcance de la responsabilidad contable de los consejos sociales. Estoy seguro de que a ese conocimiento contribuirán las ponencias que tienen previstas, con intervenciones relevantes por parte de los consejos sociales, de la Sindicatura y del Tribunal de Cuentas.
Éste es un foro de saber experto. Por lo tanto, sería muy osado por mi parte abundar en los detalles de la Ley Orgánica de Universidades –concretamente, del título XI y del artículo 14- , referenciales para su tarea. Para mí es más prudente referirme a ideas generales, como las que enuncié al principio. Lo que sí les puedo asegurar es que pueden contar con el Gobierno de Asturias para avanzar hacia ese objetivo compartido del mejor uso posible de los recursos públicos. Precisamente para ello hemos presentado en la Junta General, el parlamento asturiano, un ambicioso proyecto de Ley de Transparencia y Buen Gobierno. Esta iniciativa ya ha iniciado su tramitación parlamentaria y la voluntad del Gobierno, me comprometo públicamente a ello, es aprobarla con el mayor consenso político posible. Les aclaro que no participo ni por asomo del fetichismo legiferante, que no atribuyo poderes taumatúrgicos a las leyes, así que soy muy consciente de que la aprobación de una norma no acabará con la corrupción ni con las malas prácticas. No soy sospechoso cuando aseguro que ésa es una ley necesaria para forzar una puesta al día de muchas prácticas, para facilitar la transparencia y la rendición de cuentas. Es una ley que Asturias merece y para la que, de nuevo, pido tanto como ofrezco el mayor consenso posible.
Disculparán que haya aprovechado esta jornada para hacer ese llamamiento, pero al fin y al cabo una y otro responden al mismo propósito. Quiero desearles una buena estancia y un fructífero trabajo. El diálogo y la colaboración entre el Tribunal de Cuentas y los consejos sociales ha de permitir tomar mejores decisiones y, por tanto, actuar de forma más responsable y eficiente en la financiación y gestión de las universidades. Les agradezco a todos su trabajo y su atención. Al Tribunal de Cuentas, a la Sindicatura y, cómo no, al Consejo Social de la Universidad de Oviedo. Que sus reflexiones nos ayuden a todos.
Declaro oficialmente inaugurada la Jornada de trabajo de los consejos sociales de las universidades españolas con el Consejo del Tribunal de Cuentas.
