(dpa) – Estrechos senderos ennegrecidos se abren paso a través de las brumosas montañas del norte de Afganistán hasta las minas de Chinarak. Un burro cargado de carbón se resbala. Un niño, quizá de diez años, tira de él para obligarlo a levantarse. «Vamos», exhorta al animal conduciéndolo camino abajo por la montaña.
La cara y las manos del menor, apenas protegidas a pesar del frío, están ennegrecidas por el hollín. Todavía es un niño, y ya es uno de los trabajadores que, aquí en la provincia de Baglán, desciende a diario a los calientes y oscuros pozos mineros de varios cientos de metros de largo poniendo en peligro sus vidas por un salario diario de unos pocos dólares.
Cuando los militantes islamistas talibanes tomaron el poder en Afganistán en el verano de 2021 y se suspendieron las ayudas internacionales, la economía del país se hundió de la noche a la mañana. Tras la precipitada retirada de las tropas internacionales, cientos de miles de personas perdieron sus empleos. La situación obligó a familias de todo el país a tomar decisiones desesperadas.
Algunos casaron a sus hijas por dinero, otros vendieron sus riñones o incluso a sus hijos para salvar a otros miembros de la familia de la inanición. Y muchos envían a sus hijos e hijas menores de edad a trabajar, a menudo con consecuencias no deseadas.
Uno de estos niños es Omid, que trabaja en las minas de carbón informales de Chinarak. Tiene doce años, quizá solo diez, no lo sabe con seguridad. A Omid le gusta montar en bicicleta, pero no tiene tiempo para jugar. Por la mañana va a la escuela, pero inmediatamente después tiene que trabajar en la mina de carbón para contribuir al sustento de su familia.
En la mina le espera a diario un duro trabajo físico: Omid llena de carbón el saco de su burro y lo lleva a un punto de recogida al pie de la montaña. El trabajo es potencialmente mortal, ya que no son infrecuentes los derrumbes de pozos mineros.
Omid cuenta que pasa aquí hasta seis horas al día, con solo un día libre a la semana, y añade que le gustaría terminar la escuela, pero que no está seguro de que eso sea posible. Para algunos niños, trabajar en las minas significa el fin de su escolarización y con ello la perspectiva de un trabajo mejor pagado en el futuro. «No tengo tiempo para estudiar», lamenta Omid. También porque su casa está muy lejos. «Cuando termino de trabajar, tengo que caminar una hora más hasta mi casa con mi burro», explica.
De todas formas, en muchas familias ni siquiera hay dinero para libros y lápices. Según la organización internacional Save the Children, el 97 por ciento de las familias tiene dificultades para encontrar alimentos suficientes para sus hijos. Los hogares encabezados por mujeres se ven especialmente afectados porque los talibanes las han obligado a abandonar casi todas sus profesiones.
Según un informe publicado este año por la organización, uno de cada cuatro niños entrevistados para el informe afirmó que sus familias les habían pedido que trabajaran.
La pobreza y el trabajo infantil no son un problema nuevo en Afganistán. Durante el Gobierno corrupto del presidente prófugo Ashraf Ghani, apenas llegaban a las zonas rurales las enormes sumas de dinero de la ayuda occidental destinadas a la reconstrucción del país. Omid, por ejemplo, lleva tres años trabajando en Chinarak.
A varias horas de distancia en coche, en Kabul, la capital afgana, Mortasa también tiene que trabajar para sacar adelante a su familia. Al igual que su padre y sus hermanos, el niño de ocho años lustra los zapatos de los transeúntes. «Tengo miedo en la calle por la noche», afirma Mortasa. El niño trabaja todos los días después de la escuela hasta el anochecer. Aun así, él y sus seis hermanos suelen irse a la cama con hambre. El dinero en la familia escasea desde que los talibanes llegaron al poder y se impusieron sanciones occidentales a su Gobierno, que sigue sin ser reconocido por ningún país del mundo.
Sin embargo, a diferencia de muchos otros niños que trabajan en la calle vendiendo chicles o recogiendo basura, Mortasa ha encontrado un lugar donde puede pensar en otras cosas, al menos durante unas horas al día. En una escuela privada en la zona sur de Kabul, Baqi Samandar se ocupa de los niños que tienen que trabajar en la calle y, por lo tanto, a menudo no pueden asistir a clase. Aquí reciben material escolar, clases particulares y una comida caliente al día.
«Muchos niños vienen aquí cuando se enteran de que hay clases gratuitas», informa Samandar. «Damos clases a niños de familias que no pueden ni siquiera permitirse un bolígrafo», señala. Las niñas mayores también tienen una oportunidad de educación en su escuela. Los talibanes han cerrado las escuelas de niñas a partir del séptimo curso, pero muchas escuelas privadas se resisten y siguen dándoles clases. «No tengo miedo de los talibanes», asevera una de las maestras de la escuela.
Las aulas de la escuela están escasamente equipadas. Normalmente no hay más que una pizarra colgada en las paredes de barro, y tampoco hay siempre sillas y pupitres disponibles. Algunos de los niños no tienen zapatos y caminan por el frío suelo con calcetines raídos. Las alumnas y alumnos quieren ser médicas o maestras, ingenieros o pilotos cuando sean mayores.
Sin embargo, la creciente escasez económica podría poner fin a muchos de estos sueños. Mientras tanto, Samandar ya no sabe cómo financiar la escuela, ya que no le llegan más las donaciones habituales. «No sé cuánto dinero tendré para pagar al personal durante los próximos meses», lamenta.
Se acerca el invierno y las temperaturas nocturnas descienden en muchos sitios por debajo de los cero grados. El 21 de diciembre, la noche más larga del año, las familias y los amigos se reúnen tradicionalmente para celebrar la noche de Yalda. La fiesta es símbolo de esperanza.
Por Nabila Lalee y Oliver Weiken (dpa)