Berlín, 22 dic (dpa) – La euforia inicial que desató en Alemania la masiva llegada de refugiados sirios que huían de la guerra dio paso en 2016 a un profundo cambio en la opinión pública, que comenzó a mostrar síntomas de escepticismo y a castigar en las urnas la política de puertas abiertas de la canciller Angela Merkel.
«Debemos ayudar y recibir a los que buscan un refugio en nuestro país», declaró la mandataria horas antes de que comenzara el 2016 en su tradicional mensaje de fin de año -el primero que incorporaba subtítulos en árabe-, convencida de que el país era lo suficientemente fuerte para afrontar el desafío de la migración.
No obstante, su mensaje no caló en una Alemania que comenzaba a adentrarse en una nueva fase dominada por la polarización social.
Al descreimiento de algunos sectores de la población, que cuestionaban la capacidad del Gobierno de poder integrar a casi un millón de personas, se sumaron otros acontecimientos que reforzaron el recelo hacia los refugiados y que tuvieron un sombrío clímax en el ataque terrorista que causó la muerte de al menos 12 personas en un mercado navideño en Berlín a pocos días de la Navidad.
Durante los festejos de Nochevieja celebrados en la ciudad de Colonia cientos de mujeres fueron víctimas de robos y sufrieron agresiones sexuales. Los malhechores eran, según las primeras investigaciones, hombres de origen extranjero, en su mayoría solicitantes de asilo, que actuaban en grupo.
«Una sospecha general contra los refugiados sería de todo menos útil. Los alemanes se sienten amenazados por lo desconocido, por todo aquello que llega con la gente extranjera, y responsabilizan de ello a la política y, personalmente, a la canciller Angela Merkel», indicó el semanario alemán «Der Spiegel» tras lo ocurrido en Colonia.
Cada vez se ponía más en cuestión el mantra repetido hasta la saciedad por la mandataria germana: «Lo lograremos».
El cambio se fue cocinando a fuego lento y transcurría de forma paralela a la pérdida de popularidad de la canciller Angela Merkel que, mes a mes, revelaban las encuestas. La cultura de bienvenida comenzaba a perder terreno en favor del discurso antiinmigración y del verbo afilado.
«Necesitamos amplios controles para evitar que sigan entrando refugiados sin registrar a través de Austria y en caso necesario, los policías deberían hacer uso de las armas en la frontera, así lo estipula la ley», dijo la presidenta de la formación populista de derechas Alternativa para Alemania (AfD), Frauke Petry.
El tono agresivo y repleto de componentes que fomentaban el odio se incorporó al día a día informativo y este partido de tintes xenófobos, a pesar de no contar con representación política en el Parlamento alemán, se erigió como la principal fuerza de la oposición.
¿Por qué? Porque, a excepción de los socios de Merkel -la Unión Cristianosocial de Baviera- que exigía desde hacía meses una política más restrictiva hacia los migrantes, AfD constituía de facto la única voz crítica contra la gestión migratoria del Ejecutivo.
La hipótesis de que los alemanes no comulgaban con las medidas impulsadas por la canciller se confirmó en las urnas, donde Alternativa para Alemania se convertía en el principal triunfador comicio tras comicio regional y los resultados reflejaban el descontento y el voto de protesta de los electores con Merkel.
El crecimiento de AfD era ya imparable. El partido fundado en 2013 como partido antieuro ha llegado desde su creación a diez de los 16 parlamentos regionales, los últimos cinco este año.
La formación supo sacar rédito electoral de un miedo que fue abonado por una serie de ataques violentos ocurridos en el mes de julio, perpetrados por solicitantes de asilo. Dos de ellos fueron reivindicados incluso por la milicia terrorista Estado Islámico (EI).
A estas alturas, las múltiples operaciones antiterroristas llevadas a cabo por las fuerzas de seguridad alemanas ponían de manifiesto que entre los refugiados se habían colado combatientes instruidos por EI que buscaban perpetrar ataques en el país centroeuropeo, un hecho que parece haberse convertido en triste realidad en el ataque en diciembre en Berlín.
Por primera vez, aunque haciendo gala de gran habilidad política, Merkel reconoció a mediados de año su responsabilidad por la hemorragia electoral que afectaba a su partido.
«Si pudiera, remontaría el tiempo varios años para poder, con el Gobierno y los otros responsables, prepararnos mejor ante la situación que nos sorprendió un poco al final de verano de 2015», señaló.
A estas alturas eran muchos los analistas que pronosticaban el fin de la «era Merkel». Medios de comunicación como «Der Spiegel» se preguntaban si Merkel, quien durante años había sido el principal valor de la CDU, terminaría por convertirse en su mayor carga.
«La canciller ha polarizado el país con su política de refugiados. Esto no podría ser de otra forma cuando se deben tomar decisiones trascendentales. Al comienzo de su legislatura señaló: ‘Quiero servir a Alemania’. Si se toma en serio esta frase debe, al menos, preguntarse si el país estaría mejor servido sin ella», añadía el «Süddeutsche Zeitung».
Sin dejarse arredrar por las críticas, la canciller insistía en la necesidad de «recuperar la confianza de la gente». Una vez llegó el momento decisivo y tras haber reflexionado «infinitamente», Merkel decidió dar un paso hacia delante y presentarse a la reelección como canciller.
Sin embargo, el presagio de que sus próximas elecciones serán las más difíciles se convirtió en una certeza de la forma más amarga posible al embestir un camión un mercado navideño en la capital, dejando un reguero de muerte en un ataque que lleva la firma del fundamentalismo islámico.
Por María Prieto