Buenos Aires, 10 feb (dpa) – Un hijo que busca reconstruir quién es su padre y, de fondo, el bullicioso barrio del Once en Buenos Aires, con su centenar de tiendas atendidas históricamente por comerciantes judíos: el director argentino Daniel Burman regresa a sus orígenes con «El rey del Once», que se estrena mañana en Argentina y que el viernes inaugurará la sección Panorama Special del Festival de Berlín.
«El rey del Once» retoma en gran medida no sólo el tema de la paternidad -recurrente en Burman- y el escenario de «El abrazo partido», película que lo consagró internacionalmente y con la que se llevó el Gran Premio del Jurado en Berlín en 2004, sino también su espíritu.
Lejos de las producciones más ambiciosas de los últimos años, protagonizadas por actores de alto perfil -como «El misterio de la felicidad» (2014) o «Dos hermanos» (2010)-, Burman se propuso filmar su último trabajo «con las manos y con los pies».
«Con las manos porque trabajé con un grupo reducido de gente y con lo que tenía al alcance, sin toda esa dimensión industrial que existe cuando uno de a poco va escalando y de repente te rodean 30 camiones para filmar un plano de una manzana», contó en entrevista con dpa. «Y con los pies porque tenía que ser un equipo pequeño con el cual pudiéramos montarnos sobre la dinámica de un barrio y cabalgar sobre esa realidad».
Ese proceso industrial hizo que con 40 años (20 como cineasta) y diez películas como director en su haber, Burman se encontrara ante una disyuntiva: «O dejaba de hacer cine y me dedicaba a hacer otra cosa o empezaba a hacer cine de vuelta. Y elegí la segunda opción».
Pero entonces, ¿qué fue lo que hizo Burman durante estos últimos años? «No se trata de volver a hacer cine… sino de volver a empezar a hacer cine», precisó. «Quería recuperar esa sensación infantil de cuando volvías de la escuela y corrías a contarle algo a tu hermana, tu padre o tu madre. Con el tiempo uno monta inevitablemente toda una estructura industrial que hace que esa pulsión se vaya perdiendo, agotando. Quise recuperar cierto entusiasmo inicial perdido».
En «El rey del Once», Alan Sabbagh interpreta a Ariel, un economista treintañero afincado en Nueva York que regresa a su Buenos Aires natal -más específicamente al Once – para presentarle su novia a su padre, Usher, una suerte de héroe barrial que regentea una fundación para asistir a las personas con necesidades (desde carne para festejar la festividad judía de Purim hasta unas zapatillas número 46 con cierre de velcro para un joven internado en un hospital).
Cuando Ariel llega al Once se encuentra no sólo con que ver a su padre, siempre absorbido por sus tareas en la fundación, es casi imposible, sino con que su novia bailarina tampoco llegará a Buenos Aires desde Nueva York, retrasada por unas audiciones. Solo, algo perdido, empieza a colaborar con Usher en la fundación, que al igual que el padre de «El abrazo partido», no aparece en casi toda la película, pero llama a Ariel cada dos minutos para darle órdenes muy precisas acerca de la gente a la que tiene que asistir.
No sólo eso: Usher dejó todo preparado como para que siempre esté rondando a Ariel, como una presencia casi angelical, la bella Eva (Julieta Zylberberg), una joven judía ortodoxa que trabaja en la fundación y que, por decisión propia, dejó de hablar. Es así como Ariel, que había vivido hasta entonces de espaldas a su judaísmo, vuelve a sumergirse a través de su labor en la fundación -y de su fascinación por Eva- en sus ritos y costumbres, desde los baños purificadores hasta las oraciones.
Lo que subyace a toda la película es, sin embargo, la idea de que es casi imposible renegar de los orígenes. Algo similar a lo que le sucedió a Burman con el cine. «Todos fijamos en nuestra infancia nuestro punto de vista acerca de nuestros padres y del mundo, y creo que hay un momento en nuestro camino de adultos en el que no podemos avanzar más porque nos queda la soga corta o enroscada en ese acontecimiento», señaló el director.
En el caso de Ariel, esa escena es la mañana en que su padre, Usher, no fue a verlo a un acto en la escuela para ocuparse de algunos de los múltiples encargos para su fundación. Una escena fundada en la ausencia. «Sin embargo, uno puede volver atrás sobre esas escenas de infancia para destrabarlas y volver al camino con más soga. Pero no es un retorno permanente; es una vuelta para buscar alguna herramienta que nos quedó ahí escondida», completó Burman.
El director asegura que siempre lo atrajo esa tensión permanente entre lo público y lo privado, entre la vocación de servir a los demás y los vínculos más primarios. «Desconfío de los héroes. En general, el heroísmo es un curso de huida de lo cotidiano hacia lo extraordinario.
En todo heroísmo se esconde cierta cobardía, salvo cuando el heroísmo se da en el ámbito de lo cotidiano, que no es lo normal», apuntó. «Es más fácil cruzar la cordillera que hacerse cargo de un hijo», dijo poniendo como ejemplo la proeza del cruce de los Andes del héroe libertador sudamericano José de San Martín.
Usher -quien existe realmente y dirige una fundación en el Once llamada Pele Iotz- sería entonces un héroe cotidiano, que hace del mundo un lugar mejor día a día. Burman cuenta que conoció a Usher hace un par de años y que quedó impresionado por su idea del bien por el bien mismo.
«Siempre me impresiona cuando estás comiendo pizza en una pizzería, viene alguien y te pide plata y vos le das una porción de pizza y el tipo te dice ‘no, quiero comer milanesa’ y uno se enoja y piensa ‘¿no tenés hambre?’ ¿Y por qué?», se preguntó Burman. «Si uno está comiendo pizza y no milanesa. Estamos acostumbrados a poner el énfasis en el que da y no en el que recibe, en vez de reconocer al otro como un ser con un deseo particular».
Por Astrid Riehn