El aceite de oliva es el pilar de la cocina diaria en la cultura mediterránea. No solo da sabor: decide textura, aroma, salud y carácter en cada plato donde aparece.

No es un ingrediente: es identidad culinaria
En algunos países se cocina con mantequilla, en otros con grasa animal o aceites neutros. En la tradición mediterránea, el aceite de oliva es más que una elección: es una raíz cultural. Está en el sofrito que inicia un guiso, en el chorrito final sobre una tostada, en la ensalada que no necesita más aliño, en la sartén donde se fríe un huevo perfecto, en el plato hondo que recoge el jugo del tomate recién cortado.
El aceite de oliva no se esconde en la receta: la sostiene. Da brillo, suaviza, refuerza o redondea. No es un añadido, es la base.
Y hay algo que lo hace especial: no pertenece a la cocina industrial, sino a la tierra. Nace del árbol, pasa por el molino, llega a la botella y después a la mesa. No tiene aditivos, no necesita explicación.
Elegirlo bien cambia el plato, aunque sea el mismo
No todos los aceites de oliva saben igual. El virgen extra —el de primera extracción, sin refinar— concentra todo lo que la aceituna quiere decir: fruta, amargor, frescura, picor suave o intenso según la variedad. Es el mejor para tomar en crudo: pan, ensaladas, verduras asadas, pescados blancos, platos que agradecen un toque final antes de servir.
Los aceites más suaves —arbequina, empeltre— combinan con sabores delicados; los más potentes —picual, cornicabra— sostienen carnes, legumbres, pan tostado, quesos curados. Cocinar con uno u otro no cambia la receta: cambia el mensaje.
También importa el uso. Conservar un buen aceite lejos de la luz, en botella opaca y bien cerrada, es proteger su sabor. Usarlo siempre en crudo, solo “porque es caro”, es desaprovecharlo: un sofrito con buen aceite vale más que mil salsas.
El aceite de oliva enseña una verdad sencilla: la calidad de un plato no siempre depende del ingrediente protagonista, sino del que lo acompaña sin pedir protagonismo.
El aceite de oliva no es tendencia, es permanencia. No se mide por moda, sino por historia, salud y sabor. Y cuando es bueno, no necesita etiqueta gourmet: basta con probarlo.
