El fútbol repite un viejo patrón: ante los malos resultados, se cesa al entrenador. Pero los cambios en el banquillo rara vez resuelven lo esencial.

Cada temporada, en algún punto del calendario, el fútbol repite una escena que ya parece ritual: la directiva anuncia un cese, el banquillo cambia de dueño y se proclama el inicio de “una nueva etapa”. En cuestión de días, un rostro distinto dirige los entrenamientos y promete revertir la situación. A veces funciona por un tiempo; otras, el equipo vuelve al mismo punto de partida.
El fútbol profesional vive atrapado en ese ciclo. Cuando los resultados no llegan, el primer señalado es el entrenador. Es más sencillo cambiar a una persona que a una plantilla completa. Pero ¿hasta qué punto esa fórmula sigue teniendo sentido?
Un modelo que se agota
La historia reciente del fútbol español está llena de ejemplos. En Primera División, hay clubes que han tenido cuatro entrenadores en una sola temporada sin lograr salir del pozo. El Levante en 2021, el Espanyol en 2023 o el Sevilla en 2024 vivieron esos vaivenes. Se cambió el banquillo, pero no la inercia.
En Segunda División, la lista es aún más extensa. En Asturias, tanto Sporting de Gijón como Real Oviedo conocen bien esa dinámica: la presión por ascender o evitar el descenso convierte cada racha negativa en una cuenta atrás. En ocasiones, el nuevo técnico consigue un efecto inmediato —más intensidad, otra voz, nuevos esquemas—, pero si el problema está en la estructura, el resultado suele ser efímero.
El fútbol moderno tiende a pensar en corto plazo. Las directivas temen la reacción de la grada, los medios piden respuestas rápidas y los jugadores asumen que, si algo falla, el relevo vendrá desde el área técnica. Esa mentalidad convierte al entrenador en fusible.
Cuando el cambio es cosmético
Muchos analistas lo resumen con una metáfora sencilla: “se cambia el cuadro, pero no el marco”. Los clubes que atraviesan crisis prolongadas suelen arrastrar problemas de gestión, planificación o compromiso deportivo que no se resuelven con un nuevo técnico.
Hay plantillas que, pese a acumular tres o cuatro entrenadores en una temporada, nunca logran la regularidad esperada. Cambian los sistemas, pero no la actitud. Se habla de mala suerte, de árbitros o de lesiones, pero a menudo el mal está en el vestuario: en la falta de liderazgo interno, en la desmotivación o en la desconexión con el proyecto.
Un ejemplo clásico es el Valencia CF, que durante una década pasó por más de diez entrenadores, distintos proyectos y modelos deportivos sin encontrar estabilidad. Los nombres cambiaban, pero la incertidumbre seguía. Lo mismo ocurrió en su momento con clubes históricos como el Zaragoza, el Deportivo de La Coruña o el Málaga, que llegaron a descender tras años de inestabilidad institucional.
El papel del jugador y la cultura de la excusa
El fútbol también ha generado una cultura en la que el jugador rara vez asume la responsabilidad directa de los resultados. Cuando el equipo gana, el mérito es colectivo; cuando pierde, la culpa suele ser del entrenador. Es un reflejo de cómo funcionan muchos entornos laborales: se penaliza al líder visible aunque los problemas sean estructurales.
Los técnicos más veteranos lo saben. Entrenadores como Marcelino García Toral, Ernesto Valverde o Manolo Preciado lo repitieron en su día: “No hay proyecto sin estabilidad”. Y la estabilidad no se mide en victorias, sino en confianza y tiempo.
Detrás de cada destitución suele haber una directiva nerviosa y una afición impaciente. El fútbol vive del resultado inmediato, pero crece con la planificación. Sin embargo, esa verdad choca con el ritmo del negocio. Hoy, incluso un empate puede convertirse en crisis si la expectativa era ganar.
La excepción de los proyectos duraderos
Existen casos que demuestran lo contrario: que la paciencia, bien entendida, puede dar resultados. El Athletic Club confió en un esquema basado en identidad y continuidad. Y el Eibar, durante años, fue ejemplo de cómo un club modesto podía mantenerse competitivo gracias a la coherencia entre dirección, plantilla y cuerpo técnico.
También hay ejemplos cercanos: el Real Oviedo, tras varios años de inestabilidad, ha empezado a encontrar equilibrio con una estructura más ordenada. El Sporting, en cambio, sigue buscando esa fórmula que combine identidad, confianza y ambición sin caer en la impaciencia que tantas veces lo ha frenado.
El mensaje parece claro: los equipos no se reconstruyen con ceses, sino con coherencia.
El otro debate: cuándo sí hay que cesar
No todo entrenador merece continuidad. Hay casos en los que la desconexión con el vestuario es total, el mensaje se agota o la dirección técnica se aleja del objetivo. En esos momentos, el relevo puede ser saludable, siempre que responda a un plan, no a un impulso.
El problema aparece cuando el cambio se convierte en rutina, cuando la solución es el sustituto más que la autocrítica. El fútbol necesita equilibrio: ni inmovilismo ni histeria.
El debate sobre cesar o no a los entrenadores no es solo deportivo, sino cultural. Refleja cómo afrontamos los problemas: buscamos responsables inmediatos en lugar de soluciones colectivas. El fútbol, espejo de la sociedad, muestra que la estabilidad y la planificación siguen siendo los verdaderos motores del éxito.
Quizá haya llegado el momento de dejar de contar cuántos entrenadores se despiden y empezar a preguntarnos cuántos proyectos se construyen de verdad. Porque un equipo que cambia cada tres meses de timonel no avanza: simplemente gira en círculo.
El fútbol moderno necesita menos ruido y más raíz. Y, sobre todo, dirigentes capaces de entender que un mal resultado no siempre es un fracaso, sino a veces parte del camino hacia la madurez deportiva.
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