El debate energético ya no es solo un asunto técnico: es una cuestión que define el futuro del planeta, la economía y la política internacional. El mundo se encuentra en un punto de inflexión, con las energías renovables creciendo a gran velocidad y los combustibles fósiles todavía dominando gran parte del consumo global.

Durante décadas, el carbón, el petróleo y el gas natural han sido la base del crecimiento económico. Sin embargo, los costes ambientales son cada vez más evidentes: emisiones contaminantes, calentamiento global y tensiones geopolíticas en torno a los países productores.
Frente a ello, las renovables —solar, eólica, hidroeléctrica y, en menor medida, la geotérmica o la biomasa— se presentan como la alternativa más sólida. Según la Agencia Internacional de Energía, la capacidad renovable instalada crecerá más en los próximos cinco años que en las últimas dos décadas juntas.
El precio de la tecnología también ha cambiado las reglas del juego. Hoy, instalar paneles solares o aerogeneradores es mucho más barato que hace solo diez años, lo que facilita su expansión en países desarrollados y en economías emergentes.
No obstante, los retos siguen siendo enormes. La intermitencia de la energía solar y eólica obliga a invertir en almacenamiento, mientras que la demanda mundial de electricidad no deja de crecer. Además, la transición energética implica cambios sociales profundos: desde la reconversión de empleos hasta el acceso equitativo a la energía en países con menos recursos.
En este escenario, el futuro no parece ser un todo o nada. Durante años convivirán fósiles y renovables, aunque la balanza ya empieza a inclinarse hacia estas últimas. El verdadero desafío será hacerlo de forma justa y sostenible, para que el cambio no deje a nadie atrás.