(dpa) – Jaled Ahmed Amash aún puede recordar lo terrible que era la situación hace cinco años. Su localidad natal, Ehsim, en el noreste de Siria, en realidad es un pueblo apacible en una zona montañosa, alejado, rodeado de campos y olivares. Aquí viven personas sencillas. Muchas trabajan en la agricultura.
Pero Ehsim también está en la provincia de Idlib, disputada entre los seguidores del presidente sirio, Bashar al Assad, y los rebeldes.
En aquel entonces, en el verano de 2015, aparecían una y otra vez helicópteros del Ejército sobre el pueblo y lanzaban su carga letal: bombas de barril, llenas de esquirlas de metal, que lastimaban a una cantidad especialmente elevada de personas.
Un vídeo de junio de ese año, grabado en una clínica, muestra víctimas cubiertas de sangre tras un ataque especialmente intenso.
«Una locura» fue el bombardeo aquella vez, cuenta Jaled Amash, un hombre de poco más de 50 años, cuerpo delgado, cabello corto, barba gris. «Increíble». Las tropas del régimen, asegura, atacaron todo: «Los mercados, la calle principal. Con eso querían decir: ¡Váyanse de aquí! ¡Huyan!».
Un mensaje que evidentemente llegó. Miles de sirios abandonaron su patria ese año. Primero rumbo a Turquía, luego en dirección a los Balcanes, de camino a Alemania u otros países.
La ONU informó entonces que en Siria se estaba desarrollando el mayor drama de refugiados del mundo. Poco después, el 31 de agosto de 2015, la canciller alemana, Angela Merkel, dijo una frase que entró en los anales: «Wir schaffen das». (Lo lograremos). Alemania recibió en los dos años siguientes a más de 1,3 millones de refugiados.
Ya entonces la situación económica en Ehsim era difícil, recuerda Jaled Amash, quien gestiona un pequeño supermercado, en el que vende alimentos y otras cosas para la vida cotidiana. El destino de él y de su familia de nueve miembros es típico del largo padecimiento que están sufriendo los sirios.
En los bombardeos hasta el día de hoy fue destruido un 70 por ciento del pueblo, también su casa. Las ruinas aún se ven a los costados de las calles. Dos sobrinos perdieron la vida. Su hija, de ocho años, fue herida por una bomba, cuenta Jaled Amash, que muestra su propio brazo, donde se pueden ver cicatrices.
Antes en el pueblo vivían unas 15.000 personas. «Hoy las puedes contar con la mano. Cincuenta familias. Quizá 200 personas».
Jaled Amash es uno de los muchos sirios que anhelan el fin del conflicto que afecta al país desde hace casi diez años. En los últimos meses la situación militar se tranquilizó. Pero aún no se vislumbra la paz en el horizonte.
De facto Siria está dividida en tres partes: las zonas bajo control de los leales al Gobierno y sus aliados Rusia e Irán; las zonas controlada por tropas kurdas; y las zonas bajo control de los diferentes grupos rebeldes. En algunas zonas fronterizas también hay soldados turcos.
Ninguna de las partes es lo suficientemente fuerte como para hacer grandes conquistas de territorio. Pero para llevar a cabo negociaciones serias no están dadas las condiciones, porque los frentes son demasiado firmes.
Así, en este país sumido en una guerra civil se desarrolla un drama sin fin, que ya no ocupa lugar en los titulares de los medios. La pandemia de coronavirus, las nuevas sanciones de Estados Unidos y la crisis en el vecino Líbano afectaron aún más gravemente a la economía siria y la acercaron aún más al abismo.
Una y otra vez se oye hablar de falta de alimentos y medicamentos. La situación es especialmente dramática para los más de seis millones de desplazados dentro del propio país.
Solo en el noroeste de Siria, en la región alrededor de la ciudad de Idlib, controlada por rebeldes, viven 2,7 millones de personas que huyeron de la violencia. La mayoría vive en tiendas de campaña en los campos de refugiados. Otros en casas dañadas. Para algunos se están levantando viviendas definitivas.
Estas personas apenas si tienen opciones. Son muy pocos los que quieren volver a las zonas controladas por el Gobierno, por miedo a la persecución. La frontera hacia Turquía está cerrada desde hace años.
«Aquí en nuestra zona no hay trabajo», dice Jaled Amash. «La gente ya no tiene ingresos». Él y su familia plantan lechuga y cebollas. Se alimentan de pan y aceite. Un hijo que huyó a Turquía envía dinero a través de la frontera.
Jaled Amash sabe de algunos conocidos que lograron llegar a Alemania, aun cuando no tiene ningún contacto con ellos. «Porque estoy en contra de huir», dice. «Quiero a mi país, mi patria, mi tierra. Nunca se me ocurrió abandonar Siria. Este sigue siendo nuestro país. Pertenecemos a Siria».
También hoy hubo bombardeos, dice. El frente de batalla no está muy lejos de Ehsim. Si los combates vuelven a recrudecer, pueden alcanzar el pueblo rápidamente. Jaled Amash perjura que prefiere morir en su patria que huir de ella: «Nacimos libres, vivimos libres y libres moriremos», dice. «Solo nos inclinamos ante dios».
Por Jan Kuhlmann y Anas Alkharboutli (dpa)