Lima, 19 nov (dpa) – Cuando hacia 1940 el partido Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) vio que su dirigente Carlos García estaba en la mira de la dictadura de turno en el Perú, lo envió a la ciudad de Arequipa, al cuidado de una familia sin sospechas.
García se enamoró de una chica de aquella familia, Nita Pérez, con quien se casó y tuvo dos hijos, uno de los cuales, Alan, terminó como máximo líder del histórico APRA, que hoy, tras virar a la derecha, se llama Partido Aprista Peruano (PAP).
Alan, de 69 años, está hoy de nuevo en los focos. Pide asilo en Uruguay en el ocaso de una carrera política que comenzó cuando era estudiante de Derecho y emergió como un líder distinto por carisma, inteligencia y capacidad oratoria.
En 1978, con 29 años, fue miembro de la Asamblea que redactó una nueva Constitución. En 1980 llegó al Congreso y en 1985 con una arrolladora votación ganó la presidencia a los 36 años. El primer aprista en lograrlo. No solo el Perú, sino América Latina, seguía los pasos del nuevo líder del «antiimperialismo».
Pero sus cinco años de Gobierno fueron un desastre. El populismo económico generó una inflación de más de 2,2 millones por ciento, mientras el país se desangraba ante la acción de grupos armados de ultraizquierda y una respuesta estatal muchas veces sin control.
García dejó el poder además rodeado de múltiples acusaciones de corrupción. Su situación lucía desesperada cuando el 5 de abril de 1992 le llegó un inesperado salvavidas.
Ese día, Alberto Fujimori, dio un «autogolpe» de Estado. Una de las primeras acciones de la dictadura fue tratar de encarcelarlo. Dice la leyenda que García se escondió en un tanque de agua. Versiones afirman que la intención real era asesinarlo.
Horas después, apareció en la casa del embajador de Colombia y recibió el asilo que le permitió vivir los siguientes años a cuerpo de rey entre Bogotá y París.
Muchos pensaron que así transcurriría el resto de su vida. Pero cuando en 2000 cayó el Gobierno de Fujimori, supo que los delitos de los que lo acusaban habían prescrito y decidió volver al Perú a pesar de las risas de quienes lo llamaban cadáver político.
García se postuló para la presidencia en 2001 y, tras arrancar con menos de uno por ciento en las encuestas, escaló hasta llegar a segunda vuelta, donde perdió con Alejandro Toledo.
Su capacidad para revertir el desprestigio parecía mágica. Y a nadie sorprendió que ganara en 2006, presentándose como opción de avanzada ante la propuesta socialcristiana de Lourdes Flores.
En el Gobierno, el otrora izquierdista dio un giro radical y se convirtió en un acérrimo liberal (en lo económico) y conservador (en lo social). Con vientos internacionales a su favor, el Perú avanzó, aunque sin nitidez en la lucha contra la inequidad.
Pero en algo se parecieron sus gobiernos: las sospechas de una desbordada corrupción. Con o sin pruebas, el nombre Alan García es para los peruanos una especie de marca de ilegalidad.
En 2016 quiso un nuevo regreso. Pero esta vez el «ego colosal» que le atribuyó un ex embajador de Estados Unidos fue castigado con una pírrica votación. Se radicó entonces en España con su tercera compañera sentimental y madre del menor de sus seis hijos.
Pero, en lo que parecía un regreso fugaz a Lima, la política y la Justicia volvieron a ponerlo ante la disyuntiva del asilo. Hoy, a diferencia de 1992, no hay una dictadura y sí hay en cambio una orden judicial de impedimento de salida del país. Pero con el hijo de Carlos y Nita nunca se sabe.
Por Gonzalo Ruiz Tovar (dpa)